Por qué tantos permisos médicos

En los atisbos de un soleado día, la efigie de San Martín de Porres amanecía acompañada, de una velita encendida por su devoto.

Hermenegildo Gómez se despertó como si la luz del sol se hubiera ensañado con él, abrió los ojos lentamente y sintió como esa luz se introducía sin permiso en su cerebro y le ocasionaba un dolor parecido a un golpe seco. Apenas se sentó con dificultad en el borde de su cama, notó que su nuca estaba rígida, una impostergable necesidad de vomitar lo hizo saltar hacia el baño, pero fue inútil, no pudo expulsar nada, la mayólica verde del baño se tornó borrosa, sus ojos llorosos veían un inodoro irreconocible.

 

Hermenegildo estaba convencido, que ese día no sería igual para él.

A duros pasos llegó a su trabajo, busco rápidamente su escritorio, se sentó con dificultad como si no quisiera toparse con algún borde del escritorio o de la silla, y al encender su computadora, cerró los ojos. El dolor regresó con fuerza como un rayo que, al introducirse en sus ojos, le dejó inmóvil y solo quedaba esperar que todo pase. No era cuestión de tiempo, era cuestión de acostumbrarse al dolor.

 

Sus compañeros se dieron cuenta que contestaba los saludos sin mover la cabeza. Se sorprendieron cuando les pidió, casi implorando, que hablen en voz baja y que apaguen sus radios. ¡Silencio por favor! se escuchó en toda la oficina.

Un par de horas después cuando el sol amenazaba por la ventana, se sintió peor.  Si la luz y los sonidos le causaban dolor, ahora se sumaba los olores de los perfumes, de los servicios higiénicos, del humo de los carros, quiso taparse los orificios nasales, pero él sabía que era imposible, mejor era soportar el dolor, era como morir de a pocos, solo quedaba acostumbrarse, o hacerse amigo del dolor. No había escapatoria.

 

Fue entonces que se dirigió al tópico de la empresa, el doctor lo examinó, le hizo las preguntas y las auscultaciones de protocolo, diagnosticó: crisis de migraña. Cogió un papel y dictaminó, descanso médico por dos días. Con ese papel, buscó a su supervisor.

 

Gómez, le dijo el supervisor, ¿otra vez estás mal? lo cogió del hombro y lo llevó a una esquina como para que nadie los escuchara. Gómez anda descansa, a tu regreso me gustaría que conversemos sobre tu estado de salud.

 

El supervisor, había ingresado a trabajar desde que abandonó el colegio a los 12 años, era de carácter fuerte, desconfiado, renegón, no le ponía freno a lo que pensaba y lo decía en voz alta, quizá fue por eso que lo nombraron supervisor al año que ingresó a la empresa. También fue por eso que fue expulsado del colegio cuando levantó la voz al profesor y lo retó con salir a la calle.

 

Pero había algo en Gómez que le llamaba su atención: Fue a buscar al doctor sin pedir cita, y constató que ese año Gómez había tenido ocho crisis de migraña, descanso de una semana por estómago flojo, dolores articulares y presión alta.  Ese día el supervisor se enteró que además presentó algunas sintomatologías raras, como sordera temporal, incontrolable movimiento de piernas solo cuando estaba sentado, y taparse las orejas con ambas manos y quedarse inmóvil.  

 

A esta conversación se sumó Juana, la enfermera, cuyo mandil solía oler a detergente y estar planchado como si lo hubiese comprado antes la reunión.

 

Yo quisiera contar que el señor Her me ne gil do Gó mez, pronunció el nombre lentamente separando las sílabas, llega a tópico pidiendo algodón con alcohol o alguna pastilla para el dolor de nuca o de cabeza, solo de verlo me apena ver su rostro y escuchar su voz casi llorosa, a veces solo escuchándolo unos minutos, él me dice que el dolor, le está pasando.

A todo esto, el Supervisor, deslizó una hipótesis a manera de pregunta.

 

 ¿no se estará haciendo el enfermo para no trabajar?

El doctor esbozó una sonrisa, se levantó, cerró la puerta y dirigiéndose a ambos, les dijo en voz baja, debo confesarles algo:

De acuerdo con la política de seguridad y salud de la empresa, he solicitado pruebas adicionales y sus resultados no arrojan nada anormal, ni en el corazón, ni en la sangre ni en el cerebro, no se ha encontrado nada y nada significa que no está enfermo.

Pero doctor, intervino la enfermera, si no tiene nada, cómo se puede quejar de dolor. Cuando Her me ne gil do Gó mez se aparece en el tópico, pienso que se va a desmayar, dijo levantando la voz como si Gómez fuera su hijo.

 

Ahora miremos el caso por el lado de la empresa, intervino el doctor, acomodándose el mandil para que se notara su nombre bordado, con un hilo azul oscuro. Estamos en la tercera semana de marzo, Gómez tiene en total 28 días de descanso médico, en buen cristiano, significa que solo ha trabajado casi dos meses ¿saben lo que eso representa para la empresa?

 

¿Y quién firma los descansos médicos? preguntó la enfermera, como para hacer evidente al responsable.

 

Bueno, Gómez se atiende de madrugada en la clínica con la que tenemos convenio, pues sus dolores o síntomas, se inician muy de noche o de amanecida.

 

Eso explica porque aparece en la mañana con su permiso de descanso, pensó el supervisor.

 

¿Entonces qué hacemos? preguntó la enfermera, como echando leña al fogón.

 

Sugiero que se hable con el doctor de la clínica, intervino el supervisor.

Ya lo hice, contestó automáticamente la enfermera. En sus manos tenía una hoja firmada y sellada por el doctor de la clínica. Comenzó a leer como si fuera un mensaje a la nación.

Her me ne gil do Gó mez, de 48 años de edad, 1.70 cm de altura, 68 kilos de peso, tiene 8 ingresos por los siguientes motivos: hipertensión, sofocamiento, dolor de estómago, migraña, se le han tomado las pruebas según los protocolos - ahora Juana toma aire y sigue leyendo- se le ha medido su nivel de glucosa, presión arterial, 6 electroencefalogramas, 12 ecografías, 4 tomografías y no se encuentran evidencias físicas ni fisiológicas de tales síntomas.  A pesar que sus indicadores se ubican dentro del promedio o normal , el paciente se queja de dolor de cabeza a nivel frontal.

El doctor, cogió las hojas con ambas manos, se levantó los lentes para descansarlo en su cabeza, luego leyó dos veces el resumen de la historia clínica.

Es verdad no encuentro alguna anormalidad, todo está dentro de los límites clínicos.

 

Entonces se hace el enfermo, aseguró el supervisor.

 

Lo más probable, es que sea un estrés que no lo está manejando bien, voy a darle una cita para mañana a primera hora, estoy seguro que un buen ansiolítico, tomado durante tres semanas, será un buen apoyo. 

A primera hora del siguiente día, Hermenegildo Gómez acudió al consultorio, tenía un pañuelo en su mano con el que limpiaba el sudor de su frente.

Gómez, Gómez, Gómez, he revisado atentamente su historia clínica y fíjese usted que no se encuentra algún resultado o índice que evidencie que usted sufra de algo.

 

Hermenegildo Gómez, lo escuchó extrañado, como si el doctor le hubiese dado una respuesta, sin haberle hecho una pregunta. Tomando fuerzas preguntó:

¿Qué hago ahora doctor?, yo le puedo asegurar que sí tengo dolor, a veces no puedo ni hablar, veo borrosos, me tiemblan las manos, la cabeza me explota…

 

Justo sobre eso quería darle una buena noticia, hay una medicación especial para esos síntomas, tengo aquí en mi escritorio unas pastillas de última generación, tiene que tomarla una por día, solo una por las mañanas. Y en tres semanas estará mejor, mucho mejor.

Gómez, regresó a su escritorio, pensó en todo lo que haría cuando estuviese sin dolor, recordó los taxis que tomaba a medianoche para ir a la clínica, las luces de los postes lleno de afiches, las múltiples pruebas que le habían realizado, la luz encima de la cama de la clínica, el olor a alcohol, la sala de espera con las revistas de siempre, con la caratula vieja, y con ese aviso que decía “Prohibido llevárselo, propiedad de la Clínica San Papo”.

 

Fueron tres semanas de tomar la prodigiosa pastilla, en ese tiempo, Hermenegildo sintió su cuerpo relajado, su respiración lenta, algo de mareos, más de una vez tuvo que apoyarse en la pared para no caerse, su garganta seca, sus ojos vidriosos que le dolían al cerrarlos, tenía sed, mucha sed, pero también hambre, todos estos síntomas desaparecían apenas se acostaba y se quedaba profundamente dormido. Pero el dolor de cabeza no desapareció, quedó atrincherado en su frente y a los costados de su frente, ahora el dolor palpitaba y era más consciente de eso ¡qué ironía¡ se quejaba , lo único que siento ahora es el dolor de cabeza.

 

Gómez, fue disciplinado en las tres semanas con la esperanza que el tratamiento tenga efectos positivos, sin embargo, los dolores de cabeza no amenguaron. Esperó pacientemente los 21 días para ir al doctor de la empresa y contarle los resultados del tratamiento.

 

Gómez ¿no te ha pasado el dolor? se sorprendió el doctor.

 

No doctor, ahora ya no siento mi cuerpo, lo único que siento es el dolor de cabeza

 

Bueno entonces, ahora le recetaré dos pastillas diarias y en tres semanas nos vemos de nuevo.

Gómez cogió la receta, y le preguntó ¿y si en tres semanas más, no mejoro?

 

Entonces serán tres pastillas diarias

 

Gómez abandonó el consultorio y se fue a su casa. en su mesita de noche lo esperaba la efigie de San Martin de Porres, una velita apagada y una caja de fósforos. Se sentó en su cama, cogió la receta, deletreó en voz baja cada palabra incluyendo el nombre del doctor, lo hizo como si estuviera rezando, prendió un fósforo y quemó la receta comenzando por el nombre del medicamento, Gómez sonrió. La receta quedo convertida en un pequeño papel negro dentro de un humo que se disipo rápidamente. 

 

Hermenegildo Gómez se acostó, convencido que la esperanza no existe, y que al despertarse,  la luz del sol se ensañaría de nuevo con él. Con resignación se predispuso para sentir como esa luz entraría sin permiso en su cerebro y le ocasionaría un dolor parecido a un golpe seco. 

 

Al amanecer, San Martín de Porres sería testigo de su dolor.

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